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Diario de un superviviente:

Luis Iriondo

Gernika es considerada como la ciudad santa de los vascos. En ella se encuentra el árbol, al que llaman santo y bajo el cual se reunían los representantes de los distintos pueblos para tratar los asuntos relativos al gobierno de los mismos. Al comienzo de la guerra, en el año 1.936, era una pequeña ciudad de unos 5.000 habitantes. Era una ciudad antigua. Su iglesia es del siglo catorce. Calles estrechas y casas con armazón de madera y paredes de ladrillo configuraban la población. Su industria estaba compuesta de fábricas de maquinaria, armas, especialmente pistolas para el ejército, cubiertos, orfebrería, serrerías, fábrica de zapatillas e incluso una de chocolates y caramelos. El comercio era de mucha importancia porque por hallarse en el centro de una amplia zona rural, los lunes asistían los habitantes de toda la zona a vender sus productos y de paso a comprar lo que necesitaban para sus necesidades. 

 

            Y aquí nací yo. Me llamo Luis Iriondo Aurtenetxea y soy hijo de Juan Iriondo y Elvira Aurtenechea. Tenía otros tres hermanos: Rafael, el mayor, que entonces tenía 17 años y estudiaba la carrera de Comercio en Bilbao. Patxi, de 9 y mi hermana Mari Cruz, de 5. Mis padres tenían un comercio de muebles y una carbonería. Mi madre se encargaba de la mueblería y mi padre del carbón. Además, vivían con nosotros Damasa, una mujer del cercano pueblo de Bermeo, que llevaba más de 20 años en nuestra casa y que era como una más de la familia. Cuando a los niños nos preguntaban a quien queríamos más, si a nuestra madre ó a Damasa, nos ponían en un aprieto. Damasa, que a pesar de ser pequeña y delgada, tenía una gran fortaleza, acompañaba a mi padre en el reparto del carbón. Y también estaban con nosotros la perrita “Perla” y el burro “Perico”. Este último, pequeño y simpático, tiraba del carro de carbón, mientras “Perla” iba encaramada en lo alto de los cestos. “Perico” era muy conocidos entre los chicos del pueblo. Cerca de nuestra casa había una campa de hierba que llamaban “plazatoros” porque quizá en algún tiempo hubo allí alguna plaza portátil y en ella solía soltar mi padre  a “Perico” para que pastase, cuando terminaba su trabajo. Esta campa era también el lugar de recreo de los alumnos del cercano instituto y cuando estaba “Perico” lo citaban como si fuera un toro y “Perico” corría detrás de ellos alegre y juguetón, soltando unos sonoros “pedos” que eran la risión de todos los chicos. Cuando alcanzaba a alguno, le daba un pequeño empujón con el hocico para hacerle perder el equilibrio y luego saltaba por encima de él sin tocarle. Durante las fiestas del pueblo se solía celebrar una carrera de burros. Un día, un estudiante universitario le pidió a mi padre que le dejara a “Perico” para participar en ella. El día de la carrera y cuando todos esperábamos que “Perico” llegara el primero, vimos con desilusión que en la primera vuelta nuestro burro pasaba en último lugar y en la segunda ni siquiera apareció. Había ocurrido que “Perico”, acostumbrado a parar delante de los portales de los clientes, se paró en todos ellos, pese a los esfuerzos de quien lo montaba y cuando pasó delante de su cuadra, se metió en ella con jinete y todo. 

 

            La primera noticia que tuve yo de la guerra fue en la playa. Estaba tumbado en la arena cerca de donde mi padre hablaba con un amigo y oía su conversación. Hablaban de que había habido una sublevación de tropas en el norte de Africa, en el protectorado español de Marruecos. No era una noticia muy preocupante en aquel momento porque Africa estaba muy lejos y no era la primera sublevación. En el año 32 ya había habido otra sublevación militar en Sevilla, del general Sanjurjo,  que fracasó y en el 35 otra, esta vez de los mineros, en Asturias. Los tiempos estaban entonces bastante revueltos. 

 

            Pero después se precipitaron las cosas. Aparecían por el pueblo coches y camiones con gente armada. Un día dos guardias civiles a caballo y después de convocar a la gente a golpes de tambor leyeron un comunicado declarando el estado de guerra. Para nosotros, los niños, todo aquello era novedoso y casi motivo de juego. Ya no había clases porque la mayoría de los profesores habían quedado al otro lado, en la zona que empezaron a llamar “rebelde”. Para mí, el mayor motivo de preocupación fue que no llegara un “comic” que se editaba en Barcelona, llamado “Mickey” Cada vez que iba a la librería, el librero movía la cabeza y me decía. “todavía no ha llegado”. No sabía que no llegaría más y que me quedaría sin saber si la reina de los piratas iba a matar al chico bueno o se iba a casar con él. 

 

            El pueblo fue cambiando. Empezaron a faltar artículos de primera necesidad. Se habilitaron cuarteles para las distintas tropas. El frente se había estabilizado a unos 30 kilómetros y comenzaron a llegar noticias de la muerte de jóvenes del pueblo. Aparecieron también los primeros aviones. Se construyeron unos refugios con sacos de arena que eran totalmente inútiles, pero entonces nosotros no sabíamos nada porque no había conocimientos de lo que eran los bombardeos. A los muchachos nos divertía todo aquello y ayudábamos a cargar los sacos y a montar en los camiones para su transporte. Al principìo, cuando llegaban los aviones, tocaban como señal de alarma las sirenas de las fábricas, pero como tenían que tocar también para llamar a los obreros, cambiaron por las campanas. Se instaló un puesto vigía en lo alto del monte “Kosnoaga”, que está encima del pueblo y desde allí agitaban una bandera cuando veían aparecer los aviones. Los primeros días, corríamos a los refugios en cuanto oíamos las campanas, pero después, al ver que nada ocurría y que las alarmas eran casi diarias, por la cercanía del frente, dejamos de preocuparnos y de hacer caso a la alarma. 

 

            La guerra no iba bien para los vascos. Las tropas de Franco atacaron por Navarra y tomaron San Sebastián, cerrándose la frontera con Francia y aislando por tierra a toda la parte norte de España que era leal al gobierno republicano, no quedando más que el mar para que pudieran llegar los alimentos y las armas que se necesitaban. Y en el mar patrullaban las mejores unidades navales que se habían puesto de parte de la sublevación. 

 

            Cuando progresaba el avance de los franquistas, empezaron a llegar los primeros refugiados. El pueblo cada vez estaba más poblado. Con los refugiados, que no cesaban de llegar y las tropas acuarteladas, el pueblo parecía que estaba siempre de fiesta. Las calles se llenaban y era un animado ir y venir de gente. Nosotros, más libres que nunca de la tutela de nuestros padres, que tenían otras preocupaciones, gozábamos más que nunca. No nos faltaban  cigarrillos. Cuando venían los camiones con tabaco para los cuarteles nos prestábamos voluntarios para ayudarles en la descarga y siempre iban algunos paquetes a nuestros bolsillos. 

 

            Se tuvieron noticias del bombardeo de algunas poblaciones cercanas, especialmente de Durango, que estaba a 20 kilómetros y se tomaron más en serio la construcción de los refugios. En la plaza que llamamos “El Paseo”, donde se celebraba la feria de los lunes, se construyeron cuatro túneles bajo tierra. Uno de ellos se hundió cuando lo estaban construyendo y desde dentro podía verse el cielo, pero luego se rehizo. 

 

            A mi madre debió parecerle que yo andaba demasiado suelto y habló con el director del Banco de Bilbao, que tenía escasez de personal porque le habían movilizado a los jóvenes que trabajaban en él y me colocó de “botones” para hacer los recados y otros pequeños trabajos. 

 

            El día 25 de abril de 1.937 yo estaba cerca de “el Paseo” con mi amigo “Cipri” (Cipriano Arrien). Como yo, era muy aficionado al dibujo y esta afición nos unía. Yo le envidiaba porque él sabía dibujar motocicletas con todo el lío de maquinaria que tienen y yo a lo más que llegaba era a hacer bicicletas. Vimos llegar una columna de milicianos que al parecer venían de retirada del frente y nos acercamos para ver las ametralladoras y pequeños cañones que llevaban en sus mulos. Iban sucios y cansados. Pasaron con paso cansino hacia la carretera de Bilbao. Sonaron las campanas y vimos pasar algunos aviones. Entonces me dijo "“Cipri" que él tenía un lugar ideal para refugiarse en  caso de bombardeo. Me llevó a la carretera de Luno y me enseño una pequeña hondonada que ya conocía porque junto a ella había un pequeño riachuelo donde más de una vez había puesto junto al agua palitos untados con un pegamento con la intención de cazar pajaritos. Nunca conseguí coger uno. 

 

            Aquel día 26 yo iba contento hacía el Banco, después de comer. La víspera había estrenado pantalones largos. Los pantalones largos era para nosotros el reconocimiento de que nuestros padres ya no nos consideraban unos niños. A un amigo mío, mucho más alto que yo hacía algún tiempo que le habían puesto y yo desde entonces le había dado la lata a mi madre para que también me los hiciera. Cuando me los puso, me dijo mi madre que sólo era para los domingos, pero aquel día, por ser lunes y día de mercado, me permitió ponérmelos. Cuando llegué a la oficina, sólo estaba un empleado. Era un refugiado de Lekeitio, empleado del banco en aquel pueblo costero y que había tenido que huir ante el avance de las tropas de Franco. 

 

            Al de un rato, comenzó a sonar la alarma. El hombre me preguntó: 

 

-¿Por qué tocan las campanas? 

 

-Aviones –le dije sin darle mucha importancia- Es la señal de alarma. 

 

El hombre se asustó. 

 

-¿Dónde hay un refugio? –preguntó. 

 

-Pase el ferial de ganado –le dije- suba unas escaleras y al fondo de la plaza hay 

 

 varios. 

 

-Acompáñame –me ordenó y no tuve más remedio que seguirle de mala gana. 

 

“El Paseo” era el lugar donde se celebraba el mercado. El de ganado estaba 

 

 algo más abajo, bajo un arbolado que llamaban “El ferial”. 

 

            Antes de llegar a la entrada del primero de los refugios sonaron las primeras explosiones. Entonces corrió la gente y se apretujaron a la entrada. A mí me empujaron hacía el interior. Hacía mucho calor porque el techo era bajo, no había ningún sistema de ventilación  y costaba mucho respirar. Yo creí que iba a morir asfixiado. Me acordaba también del refugio que se había hundido cuando lo construían y me entró el pánico pensando lo que ocurriría si una bomba caía encima de él. Fuera, algo lejanas, se oían las explosiones. Pero al de poco rato, cesaron y los milicianos que estaban en la entrada nos dijeron que ya podíamos salir. 

 

            Reviví al respirar otra vez aire puro. Me encontré con un amigo. 

 

- Parece que ha sido en Rentería –me dijo. Rentería es un barrio que se encuentra 

 

 al otro lado del  único  puente que cruza la ría en el pueblo. 

 

            - Vamos a ver lo que han hecho – le dije, sin acordarme ya del Banco y del empleado de Lekeitio. 

 

            Pero antes de que llegáramos a las escaleras por las que se desciende de la plaza, sonaron nuevamente las campanas y echamos a correr otra vez a los refugios. Toda la gente corrió también. Esta vez y a pesar de las explosiones que habían comenzado a oirse, esta vez más cercanas, esperé a a que me adelantaran todos y me quedé junto a la entrada. Una pared de sacos de tierra me impedía ver lo que ocurría en el exterior. Allí podía respirar mejor, pero esta vez la única defensa que tenía, ante la caída de una bomba, eran aquellos sacos de tierra.  

 

            Ahora las explosiones eran mucho más fuertes. “El Paseo” es una plaza en forma de “U” en la que las escuelas de las chicas y los chicos forman los brazos laterales y la parte central era una terraza bajo la cual estaban nuestros refugios. Todo ello estaba porticado para que la gente pudiera pasear los días de lluvia sin mojarse. Las bombas parecía que eran lanzadas en andanadas por el sonido alargado que producían. Este ruido parecía entrar por uno de los brazos de la plaza y recorrer toda su extensión con un sonido largo, lúgubre, que parecía meterse hasta nuestro interior. Y las explosiones eran seguidas de ráfagas de aire caliente. Un aire con un calor templado, repulsivo, que a mí me parecía que tenía el sabor de la muerte 

 

            Entonces no lo sabía, pero después, al cabo de los años me he informado que los aviones habían salido de los aeropuertos de Vitoria y Burgos. El primero estaba en línea recta a unos 50 kilómetros y el otro a unos 140. Participaban 3 escuadrillas de bombarderos pesados JUNKER “JU-52” que suponen unos 27 aparatos, una escuadrilla (9 aparatos) de bombarderos HEINKEL “HE-111”, acompañados de la protección de 18 aparatos de caza. nueve HEINKEL “HE-51” y  nueve MESSERSCHMITT “ME-109”. En total unos 55 aviones. 

 

            Gernika estaba sin defensa alguna. Según un telegrama que mandó el presidente vasco Agirre al Ministro del Aire el 15 de abril, 11 días antes del bombardeo, sólo había 4 aviones en Vizcaya en disposición de prestar servicio. En Gernika sólo había una ametralladora para la defensa de la ciudad, en el cuartel de los “gudaris” y ésta se encasquilló, en cuanto intentaron disparar. Por ello, los aviones alemanes podían bombardear a placer  sin nada que se les opusiese. Durante el bombardeo parecía que había algunas pausas, no muy largas. Al parecer, los bombarderos se turnaban. Arrojaban las bombas y volvían posiblemente a Vitoria, a reponer sus cargas. Podían llegar en 15 minutos. 

 

            Yo intentaba rezar, pero no terminaba ninguna oración. Veía cerca la muerte y quería prepararme para ella, pero el ruido de las bombas interrumpía mis buenos propósitos. No podía pensar más que en los estampidos y el calor que me llegaban de fuera. Y me acordaba de mi amigo “Cipri” y le envidiaba porque pensaba que podría estar viendo desde su posición, en las afueras del pueblo, todo lo que ocurría sin riesgo alguno. Y me prometía que si salía de aquella, nunca más me volvería a meter en un refugio, sino que correría al campo. 

 

            Y seguía el bombardeo interminable. ¿Cuánto tiempo llevábamos bajo las bombas?. Junto a mí estaba un miliciano y una vez le pregunté: ¿Falta mucho para terminar?. Creía que por su  experiencia en la guerra podría contestar a mi pregunta. Me miró, se encogió de hombros y no me contestó. 

 

            Por fin, cesaron las explosiones. El miliciano me miró y me dijo: 

 

-Ya ha terminado. 

 

Salí al exterior y me detuve aterrado. Todo el pueblo estaba en llamas. Una nube  

 

 de humo cubría el cielo. Eché a correr junto a los tenderetes derribados de los quincalleros y corrí hacia la carretera de Luno. La gente que huía del pueblo subía en la misma dirección. Junto a la fuente de Udetxea me llamó la atención  un objeto brillante. Me acerqué y vi que era como un tubo metálico. Estaba roto y de su interior salía  una masa blanca. Era una bomba incendiaria. Según leí años después, fueron arrojadas 3.000 bombas como aquellas, además de otros 50.000 kilos de bombas explosivas. 

 

            Al llegar a la primera curva, había un miliciano con un fusil  haciendo guardia. Detrás de él, en el sitio donde me había señalado “Cipri” como “su refugio”, me pareció ver unos cuerpos de personas. Me acerqué a ver pero el miliciano no me dejó. Entonces no relacioné aquellos cadáveres con los de mi amigo. No me entraba en la cabeza que “Cipri” pudiera haber muerto. Mucho tiempo después, cuando volví a Gernika, me enteré que uno de aquellos cuerpos era el suyo. 

 

            Algo más arriba una señora me dijo que había visto a mi madre con mi hermana. Entonces me dí cuenta que no me había acordado de mi familia. El instinto de conservación había bloqueado en mí cualquier otro sentimiento. Le pregunté por los demás familiares pero nada más sabía. Junto a la segunda curva, en el lugar que llaman “Cuatro bancos”, encontré a mi amigo Eloy. No había visto a ninguno de los míos ni yo a los suyos. Subimos a una loma desde donde se veía todo Gernika y allí, sentados en la hierba contemplamos como ardía nuestro pueblo. La casa donde vivía Eloy, que estaba junto a la mía, era una de las más grandes de Gernika. Le llamaban “El Circo” porque en su interior había un salón de espectáculos que hacía muchos años que estaba cerrado. En un momento dado, las paredes del edificio se desplomaron produciendo una gran humareda. Eloy, sin emoción alguna, me dijo: 

 

- Allí están mi abuela y mi tía. Una sorda y la otra paralítica. 

 

Llevaba un paquete de tabaco en el bolsillo y le ofrecí un cigarrillo. No 

 

 me importaba que cualquier conocido me viera fumar. Me parecía que aquel día nos habíamos convertido en hombres. La verdad es que a mí no me gustaba fumar, pero me parecía que las circunstancias lo exigían. Pero no pudimos encender los cigarros. A pesar del fuego que devoraba Gernika, nosotros no teníamos para encender nuestros cigarrillos. 

 

- He  oído – me  dijo  Eloy,  mientras  tirábamos  los inútiles cigarros que han 

 

 arrojado papeles diciendo que mañana van a volver y arrasarán todo lo que ha quedado en pié y los caseríos de los alrededores. 

 

- Podríamos ir a la cueva de Forua –le dije. 

 

            Esta era una cueva que se encontraba en una aldea cercana,. A dos kilómetros de Gernika, junto a unas canteras. Pero estaba anocheciendo y no era prudente ir por el monte a aquellas horas ya que la otra posibilidad, el hacerlo a través del pueblo nos pareció menos atractiva. Decidimos hacerlo al día siguiente, pero necesitábamos encontrar un lugar para dormir aquella noche. Decidimos subir hasta Luno. 

 

            Luno (Lumo en euskera) es una aldea que se encuentra a dos kilómetros, encima de Gernika. En un tiempo, Gernika fue un barrio de Luno, pero en el año 1.363 el conde Don Tello, señor de Vizcaya, le concedió unos fueros especiales y lo declaró independiente. Ahora era una iglesia con unas pocas casas alrededor, formando una plaza. 

 

            Cuando llegamos, vimos una casa con la puerta abierta y luz en su interior. Nos acercamos y una de las mujeres que estaba junto a la puerta, me reconoció, pues vivía cerca de mi casa. 

 

            - Es el hijo de Elvira, la mueblera –les dijo a los demás y nos invitó a pasar. Era la cocina de la casa y estaba llena de gente. La mayoría de los que allí había eran de Gernika que, como nosotros, había huido del pueblo. Nos dieron un tazón de leche. Estaba llena de nata y a mí no me gustaba la nata pero hice de tripas corazón y me la tragué. Después nos ofrecieron para dormir unos catres que tenían en la cuadra y que había dejado unos soldados en su retirada. Nos dieron unos sacos para taparnos. 

 

           En la cuadra, con el calor de los animales, no hacía frío y cansado por la emociones del día me dormí enseguida. No sé cuanto tiempo llevaría durmiendo cuando algo me despertó. Me incorporé en el catre sin saber por qué lo hacía, cuando oí mi nombre. Eché a un lado los sacos y sin decirle nada a Eloy, salí al exterior. El incendio de Gernika alumbraba la plaza cuando ví en medio de ella la silueta de mi madre que gritaba otra vez mi nombre. Eché a correr hacia ella y nos fundimos en un abrazo. 

 

            - Vamos al pueblo –me dijo cuando nos separamos al cabo de un rato. Nos van a llevar a Bilbao.  

 

            Mientras bajábamos por la carretera, me fue contando lo que había sido de ellos en aquellas horas. Ella había huido al campo con Mari Cruz, la hermana menor y estuvieron metidas en una zanja durante todo el bombardeo. Patxi, el hermano que entonces tenía 10 años, era el que peor lo había pasado. Estaba junto al instituto, que entonces era un cuartel comunista, cuando comenzó el bombardeo. El centinela que estaba de guardia le llevó con él a un campo cercano donde se echaron al suelo. Una bomba cayó junto a ellos y Patxi al volverse sólo vio un brazo que sobresalía entre la tierra que les había caído encima. Aterrado, echó a correr por las calles del pueblo con una sólo idea en la cabeza. Llegar a un refugio que sabía estaba en el chalet denominado del ”Conde Arana”. Corría en pleno bombardeo sin hacer caso a las voces que le gritaban desde los portales para que se refugiara en ellos. Llegó al chalet en el momento en que varias bombas caían sobre el refugio. Cayó desmayado al suelo, pero afortunadamente, mi padre se encontraba en el interior y le tomó en sus brazos. Aprovechando una de las pausas en el bombardeo, salieron del edificio todos los que estaban allí, porque había comenzado a arder la casa y se dirigieron a los bajos del Ayuntamiento, a unos 150 metros de allí, que también se había habilitado para refugio. También éste resultó alcanzado y destruido, pero consiguieron salir de él. 

 

            Cuando todo terminó, buscó a mi madre y  entregándole a Patxi, mi padre corrió a nuestra casa para ver si podía salvar algo. La casa estaba ardiendo y se dirigió al lugar donde guardábamos a “Perico”. Abrió la puerta y una llamarada le echó para atrás. A través del fuego pudo ver al burro que trataba de desasirse de sus ataduras. Intentó entrar, pero tuvo que  separarse de la casa porque ésta se desplomó sepultando al pobre “Perico”. Siempre se lamentó mi padre el no haber llegado un poco antes pues había querido mucho al simpático animal. 

 

            De mi hermano Rafael tenía noticias de que le habían visto, después del bombardeo, ayudando a sacar las piezas de tela de una tienda que estaba ardiendo. Un amigo de la familia, que estaba en la “Ertzaintxa” (policía vasca) había conseguido un coche para llevarnos a Bilbao. 

 

            Cuando llegamos a Gernika, había mucha gente moviéndose de un lado a otro. Gudaris y bomberos de Bilbao trataban inútilmente de atajar el fuego. Movían las mangueras gritando y dándose órdenes, pero  habían reventado las cañerías y no salía el  agua. Junto a la Casa de Juntas, donde está el árbol que da fama al pueblo, había también mucha gente. Parecían autoridades o periodistas, que habían venido de Bilbao. Allí estaba el coche que nos iba a llevar, a mi madre y los tres hermanos. Mi padre no estaba allí. Entramos al coche  y salimos hacía la capital. 

 

            Los primeros días nos alojamos en casa de un viajante de muebles, muy amigo de la familia Mi padre nos encontró allí. Eramos una carga demasiado pesada para nuestro anfitrión y encontramos un piso que había dejado deshabitado un dirigente sindical que luchaba en el frente y que accedió a dejarnos mientras durara nuestra situación. El piso estaba en una casa de seis pisos en un barrio obrero, cerca del ayuntamiento de Bilbao y en la ladera del monte Artxanda, uno de los montes que rodean a la capital de Vizcaya. Ibamos a comer a los comedores que la asistencia social había puesto para atender a los cada vez más numerosos refugiados que iban llegando. Cerca de donde nos encontrábamos, había un túnel de ferrocarril y mi hermano Patxi se pasaba todo el día metido en él. Tenía tanto miedo a los aviones que teníamos que llevarle la comida al túnel pues se negaba a salir de él durante el día. Del hermano mayor, Rafael, que tenía 18 años, nos enteramos que estaba incorporado a filas en un batallón de transmisiones. 

 

            Entretanto, las tropas de Franco habían entrado en Gernika y se acercaban a las fortificaciones que rodeaban Bilbao y que llamaban "El Cinturón de Hierro". El ingeniero que lo había construido, Luis Goikoetxea, inventor después del tren “Talgo”, había dejado unas zonas débiles y con los planos del mismo se pasó al bando franquista. Con aquellos datos, no les fue difícil romper el “cinturón” y continuar su avance hacia Bilbao. Las tropas vascas ofrecían una gran resistencia, pero con pocos medios y sin cobertura aérea,  eran machacadas por los aviones enemigos durante el día y tenían que contraatacar durante la noche para recuperar las posiciones que iban perdiendo. Ya desde Bilbao oíamos los ruidos de la batalla, que se estaba acercando al monte Artxanda, casi encima de nuestras cabezas. 

 

            Un día, había bajado a Bilbao y vi a unos milicianos que reclutaban en la calle a toda persona que  creían que podría sostener un fusil, para mandarlo al frente. Uno de ellos me agarró del brazo e intentó llevarme. 

 

- Sólo  tengo  catorce  años  – le  dije,  pero  no  me  hizo  caso.  De  un  tirón 

 

 me desprendí de la mano que me agarraba y eché a correr. No intentó seguirme. 

 

Volví a casa. Ya se estaba luchando en Artxanda, a menos de un kilómetro 

 

 de nuestra casa. Estaba sólo en casa. Mi madre, con la hermana, habían ido a hacer compañía a Patxi en el túnel. Yo había encontrado entre los libros del sindicalista, una novela y la estaba leyendo cuando me pareció oír un sonido como de un coche que arranca, pero algo distinto. De pronto, me di cuenta de lo que era. ¡Un obús!. Tiré el libro que tenía en la mano y eché a correr escaleras abajo. Vivíamos en el quinto piso y la casa no tenía ascensor. Antes de llegar al portal oí la explosión. Sonó algo lejana. Debió ser algún obús lanzado contra las líneas del frente que, mal calculado, pasó por encima de nuestras cabezas. 

 

            Cuando mi padre llegó aquella noche a casa dijo: 

 

- Aquí estamos mal. Tenéis que salir de aquí. A mí no me dejan. Me he enterado 

 

 que sale un tren para Santander esta noche y tenéis que marchar en él. 

 

            Recogimos las pocas cosas que teníamos y salimos hacía la estación. El paso por las calles era peligroso. Se luchaba en Artxanda y las balas perdidas caían sobre Bilbao, produciendo un extraño ruido metálico cuando chocaban con los cables de los tranvías. Teníamos que evitar las calles que estaban orientadas hacía el monte o correr arrimados a la pared, cuando no había más remedio. Cuando llegamos, los andenes estaban atestados de gente con maletas, mantas, colchones, bolsas, etc. Mi padre se separó de nosotros para ir a informarse. Al de un rato volvió. 

 

            - Nadie sabe nada –dijo- Ni siquiera saben si va a salir el tren. Me he enterado que en el puerto, frente a la universidad de Deusto, va  a  salir  un barco para Santander.. 

 

  Otra vez tuvimos que recorrer las calles de Bilbao acompañados del sonido de 

 

las balas perdidas. Al pasar por una plaza, me pareció oir el siseo de un obús y me eché al suelo. Los que me acompañaban hicieron lo mismo y la gente que había por los alrededores también. Pero no ocurrió nada. Esta vez debió ser un coche. 

 

- Creí que era un obús –le dije a mi padre para disculparme. 

 

Cuando llegamos al puerto, estaban embarcando los últimos. Nos despedimos de  

 

mi padre con un rápido abrazo y subimos al barco. Nos mandaron ir a proa. Un remolcador tiraba de la nave que iba con las luces apagadas. Al llegar a la desembocadura de la ría, nos dejó el remolcador y el barco, sin alejarse mucho de la costa, para evitar a los posibles barcos de guerra enemigos, enfiló hacía Santander. 

 

            Amanecía cuando llegamos. Desembarcamos y nos condujeron a un cine, donde nos dieron pan y queso. Mi madre nos dejó recomendándome que cuidara de mis hermanos. A media mañana volvió para decirnos que aquella noche ya teníamos donde dormir. Había buscado a un fabricante de muebles del que había sido cliente y nos había invitado a que pasáramos en su casa la noche. Nos dio tortilla para cenar y aquella tortilla, por el hambre que tenía, me pareció la tortilla más rica del mundo. 

 

            En el reparto que habían hecho de los refugiados, nos tocó ir a Torrelavega, una ciudad a unos 20 kilómetros de Santander, donde nos alojaron en una casa en el centro del pueblo donde disponíamos de una gran habitación para los cuatro. Ibamos a comer a la Asistencia Social. En la comida que nos daban se notaban los problemas de abastecimiento que había. Cada vez había más refugiados y menos comida. A media tarde no teníamos fuerza para subir al segundo piso donde vivíamos y teníamos a agarrarnos a la barandilla de la escalera para  no caernos de debilidad. Mi madre temió por nuestra salud y un día, dejándonos, marchó a Santander para ver de buscar una solución a nuestra situación. Vino por la tarde y nos dijo: 

 

- Estad preparados. Nos marchamos de aquí. 

 

- ¿A dónde vamos? – le pregunté. 

 

- No sé, creo que a Francia. Hay un barco que sale esta noche de Santander y tenemos que ir en él. Así no podemos seguir. 

 

Aquella noche embarcamos en un buque carbonero ingles. Su nombre era el 

 

“Kenwick Pool”. Nos metieron a todos en las bodegas. En éstas había trigo que nos servía de cama. Posiblemente el barco había llegado con ese cargamento y ahora el lastre lo aprovechaban para cobijarnos a nosotros. Olía a gente. A mucha gente apiñada y con el movimiento del barco, que ya había zarpado, para aprovechar las horas de la noche y cruzar el bloqueó, me estaba causando náuseas. Cuando empezó a amanecer, cogí un puñado de trigo en el bolsillo y subí a cubierta. El trigo lo llevaba para intentar con él calmar el hambre que ya sentía. Fuera hacía frío. La mar estaba algo picada y el barco se movía mucho. A ambos lados del barco y sobresaliendo sobre el mar había una especie de casetas de madera. Eran los retretes improvisados para el gran número de pasajeros que llevaba el barco. Intenté masticar el trigo, pero estaba muy seco y duro y no mitigaba el hambre. 

 

            Se fue calmando el estado de la mar e hicimos la travesía sin novedad hasta el norte de Francia. El barco fondeó frente a un puerto donde pasamos casi todo el día, esperando nos permitieran desembarcar, pero en lugar de eso, levó anclas y se dirigió hacia el sur. Tras otra noche en el mar, llegamos a Burdeos (Bordeaux). Junto al muelle donde atracó había una estación. En un pabellón del madera de la misma, nos vacunaron y nos embarcaron esta vez en un tren. Estando allí, esperando que arrancara, un grupo numeroso de señoritas se acercó  al tren repartiendo tabletas de chocolate. Yo dudaba en utilizar el francés que había aprendido en el instituto para pedirles que también me dieran, pues no creía que valiera para algo lo que había estudiado. Por eso, le dije a mi hermanita: 

 

- Dile a la primera que pase “donnez moi de chocolat”. 

 

Así lo hizo y a pesar de su pronunciación, o quizá porque en aquel momento   extendía también la mano, le dieron una tableta. Esto me animó a emplear yo también en adelante el francés que había aprendido. 

 

El  tren partió hacía el norte y el viaje fue como un paseo triunfal. En muchas de las grandes estaciones donde paraba había autoridades y mucha gente esperando, incluso en algunos sitios con banda de música,  para darnos no sólo la bienvenida, sino también comida abundante. Nos recibían con pancartas y guirnaldas,  como si viniéramos victoriosos de alguna batalla, cuando en realidad veníamos  rotos y derrotados. 

 

En cada estación, descendía algún grupo del tren, destinado a quedarse  allí. A medida que nos acercábamos hacia el Norte, cada vez éramos menos en el convoy. En una ocasión, un hombre ya mayor, irrumpió en nuestro vagón armado con un cuchillo y gritando que parara el tren. Decía que él quería volver a su casa. Al parecer, al pobre hombre que debía tener muchos años, tantas vicisitudes le habían trastornado la cabeza y añoraba su casa. Alguien, al parecer,  tiró de la cadena de alarma porque el tren se detuvo. El hombre saltó al exterior, pero unos empleados del ferrocarril fueron tras él y le trajeron otra vez al tren. Ya no supimos más de él. 

 

Cuando ya apenas quedaba gente, también a nosotros nos mandaron descender. 

 

Estábamos en Vernon-Eure, en el departamento de Normandía, una población situada al Oeste de Paris y a unos 60 kilómetros de la capital francesa. Nos trasladaron a un viejo caserón que en otro tiempo debió ser parque de bomberos, pero que ahora en parte estaba ocupado por dependencias de un sindicato. El resto lo ocupamos nosotros. En la primera planta estaban la cocina y el comedor y en el ático, bajo el tejado, dos dependencias destinadas a dormitorios corridos. A otro chico de Bilbao, un año mayor que yo  y a mí, por ser los mayorcitos, nos asignaron una pequeña habitación que había entre ambos dormitorios. Las camas debían proceder de un cuartel de soldados que había enfrente de nuestra casa. Consistían en unas tablas que se apoyaban en unos soportes de hierro y las colchonetas eran de paja. Después de las tres noches pasadas en el barco y en el tren, nos parecieron que eran de plumas. 

 

            Como yo era el único que sabía algo de francés, me convertí en el intérprete de la colonia. Acompañaba a mi madre, que designaron como administradora, quizá por ser la madre del intérprete, a hacer la compra. Eramos unas 30 personas y las mujeres se turnaban en la cocina. Todas las semanas venía un representante del ayuntamiento a pasarnos lista y entregarnos la asignación que no sé de donde procedía. Posiblemente, del gobierno español o el vasco. 

 

            Era un pueblo muy bonito, a orillas del Sena junto al cual había una gran playa donde gracias a un ex-campeón de natación que ejercía de socorrista, perfeccioné un poco mis conocimientos de natación. Pero a pesar de hallarnos lejos de la guerra y encontrarnos bien, añorábamos nuestra tierra. 

 

            En una de las primeras salidas que hicimos a conocer el pueblo, Patxi, de pronto se acurrucó contra una pared y gritó. ¡Un avión, un avión!. En efecto, un avión comercial pasaba en aquel momento. Nos costó hacerle comprender que allí no estábamos en guerra y que no tenía que temer a los aviones. Todavía tenía dentro el terror que le había dejado el bombardeo. Y prácticamente, nunca saldría de él. Siendo ya mayor, alto y fuerte, jugando como delantero centro del equipo de futbol de Gernika, donde era conocido por su valor ante los jugadores contrarios,  los días de tormenta se volvía nervioso e irascible. Era en vano que le dijéramos que no tenía nada que temer. Inconscientemente, el ruido de los truenos le recordaba en su interior los sonidos del bombardeo. Y aunque lo intentaba, no consiguió vencer esta obsesión. 

 

            Cuando llevábamos poco tiempo, Patxi enfermó. Tenía apendicitis. Le ingresaron en el hospital, donde le operaron. Lo pasó muy mal. Cada vez que le visitábamos nos pedía que le sacáramos de allí. No podía entenderse con la gente que le atendía y se encontraba demasiado sólo, sin nadie con quien poder hablar. 

 

            A finales del mes de julio, tuvimos noticias de mi padre. Seguía en Bilbao, en la misma casa donde habíamos estado. Rafael estaba prisionero. Nos pedía que volviéramos y mi madre no lo dudó un instante. Era una mujer muy decidida. Dejándome al cuidado de mis hermanos y sin saber una palabra de francés, se fue a Paris , a las oficinas del Gobierno Vasco y arregló los papeles para que pudiéramos volver. 

 

            Tuvimos que pasar por Paris, cuando allí se celebraba la Feria Internacional en donde en el pabellón español se exhibía por primera vez el cuadro de Picasso que lleva el nombre de nuestro pueblo. Claro que entonces  no lo sabíamos, ni hubiéramos podido ir a verlo. Salimos de noche y a la mañana siguiente llegamos a la frontera.   

 

            Lo que encontramos en España era muy distinto a lo que habíamos dejado. Tuvimos que arreglar la documentación en el ayuntamiento de Irún y al entrar en un bar a desayunar, me llamó la atención un letrero que había en la pared. Decía “si eres español, habla español”. Yo creí que estaba dirigido a los que venían de Francia, pero se refería a nuestra lengua. Al euskera. 

 

            En el tren, de San Sebastián a Bilbao, venía junto a nosotros un señor que entabló conversación con nosotros. Al decirle de donde éramos salió a relucir el asunto de la destrucción de Gernika y cuando le hablamos del bombardeo, se llevó el dedo a los labios y mirando en derredor, nos dijo: 

 

- No digáis que Gernika fue bombardeada. 

 

- ¿Por qué? – le preguntamos. 

 

- Porque hay que decir que fue quemada por los rojos. 

 

Esta vez fue la primera vez que oíamos hablar de este asunto. 

 

El bombardeo de Gernika, cuando apareció en la prensa de todo el  mundo causó    

 

 un gran impacto que sorprendió a los mismos franquistas pues suponía un gran desprestigio para su causa. Entonces, para contrarrestar el efecto causado, su propaganda difundió la noticia de que los rojo-separatistas, en su retirada, habían destruido el pueblo dándole fuego. Lo que no explicaban era quién había matado a los muertos. Y sin venir a Gernika para hablar con los supervivientes, buscaron “pruebas” que avalaran lo que ellos decían y a tal fin, publicaron una fotografía de la iglesia de San Juan, quemada y con unos bidones de gasolina al lado. Los guerniqueses sabíamos que aquellos bidones eran los del surtidor de gasolina que estaba cerca de la iglesia ya que en aquel tiempo, al no haber camiones aljibes, se transportaba en aquellos envases el combustible. Existe otra fotografía, muy anterior a esa, posiblemente del día siguiente al bombardeo, en la que no aparecen los mencionados bidones. En otra ocasión, vi  en un periódico de Madrid una fotografía de la iglesia de Santa María con un pié que decía: “Iglesia de Santa María, destruida por los separatistas en su retirada y reconstruida por la España de Franco”. Y la iglesia que aparecía en la fotografía tenía seis siglos. 

 

            Al llegar a Bilbao, mis padres hicieron las gestiones necesarias para liberar a mi hermano Rafael, que estaba prisionero, pero el mismo día que le  dejaron en libertad lo incorporaron a su ejercito. Fuimos a recibirle al tren que le traía de la prisión para despedirle seguidamente en el que le llevaba a su nuevo destino como soldado de Franco y de allí otra vez al frente. 

 

            Mi padre tuvo que trabajar como obrero en una fábrica de Bilbao y mi madre fue a Gernika para tratar de volver a montar el negocio de muebles. El pueblo estaba en ruinas y en los bajos de algunas casas, que no habían sido totalmente destruidas, surgían algunas tiendas. El Ayuntamiento habilitó los bajos de las escuelas, cerca de donde habían estado los refugios e incluso éstos se aprovechaban también. En una de esas lonjas mi madre, gracias al crédito de los fabricantes que ya le conocían, pudo reanudar el negocio. Yo ya no podía seguir con mis estudios debido a la precaria situación económica que atravesábamos y traté de buscar trabajo, preparándome para labores de oficina. 

 

            Cuando pude visitar Gernika, los prisioneros de guerra eran empleados para hacer las labores de desescombro. Ya habían limpiado las calles y se podía transitar por ellas. Entonces me enteré de la muerte de Cipri. 

 

            Cuando terminó la guerra, en 1.939, seguimos en Bilbao pues se había reconstruido muy poco de Gernika y el año 42, un mes antes de incorporarme al servicio militar, mi padre murió inesperadamente de pulmonía. Estando yo de soldado, mi familia se trasladó a Gernika, a una casa de la misma calle donde habíamos vivido antes de la guerra, junto a “plazatoros”, la campa donde solía correr “Perico” detrás de los chicos del instituto. 

 

            Aunque oficialmente, no podía hablarse de la destrucción de Gernika como producida por un bombardeo, en el pueblo y en las conversaciones entre amigos y familiares, se hablaba libremente de ello. En la parroquia publicábamos los jóvenes una especie de periódico, destinado a los guerniqueses ausentes y teníamos que hacer juegos de palabras aludiendo al incendio, a la destrucción, etc. de Gernika, pero sin escribir la palabra bombardeo, aunque todos sabíamos qué quería decir lo que escribíamos. En el año 1.953 estando en Bilbao, me presentaron a dos periodistas franceses a los que hablé claramente e incluso me trasladaron en su coche a Gernika y me sacaron algunas fotos en el pueblo. No sé lo que escribieron, pero no tuve ninguna represión. Poco a poco se fue aflojando aquella presión y ya se empezó a escribir tímidamente sobre el asunto, al menos poniendo en duda la autoría de su destrucción, hasta que en 1.970, Vicente Talón, un periodista de Bilbao, publicó el libro “Arde Guernica”, recogiendo los testimonios de los supervivientes. Ya habían pasado 33 años y el régimen ya no parecía importarle tanto el mantener la mentira. El mundo se había olvidado  de aquella tragedia y la difusión de su verdad ya no podía hacerles daño. 

 

            Con la llegada de la democracia  proliferaron los libros relativos al tema, pero ya no eran una noticia. En 1.987 se celebró el cincuenta aniversario del bombardeo como si se tratara de una gran fiesta. Hubo música por todas partes, bailes, conciertos de rock, etc. Llegaron jóvenes de todas partes y de todas condiciones que se apoderaron del pueblo como plaza conquistada, cometiendo toda clase de desmanes. Fue un día triste para nosotros, los que habíamos conocido el bombardeo. Se estaba celebrando una fiesta de alegría y jolgorio para conmemorar la destrucción de nuestro pueblo y la muerte de muchos seres queridos. Alguien dijo: “¡Quiera Dios que no haya otro bombardeo para que no pueda celebrarse otro cincuentenario como éste!”. 

 

            Diez años después, el pasado año de 1.997 la cosa cambió. Se celebró una misa en el cementerio, en el mausoleo dedicado a los muertos de aquel día, durante la cual estuvo tocando, mientras duró la misa, la campana que había sido de la destruida iglesia de San Juan. Tocaba pausadamente, como el toque de difuntos que en otro tiempo también tocó. Hubo también un encuentro entre las autoridades alemanas y los supervivientes, en el cual el embajador alemán, leyó por primera vez, un escrito del presidente de Alemania reconociendo que había sido su aviación la que había bombardeado Gernika. En nombre de los supervivientes, contesté yo al embajador diciéndole que si entonces que habían venido otros alemanes a Gernika, no pudimos entendernos porque ellos estaban arriba y nosotros abajo y nos veían como hormigas que huían desesperadamente y las hormigas y los hombres no pueden entenderse, ahora sí viéndonos todos a la misma altura podíamos comprendernos y caminar juntos y en paz 

 

            Como final, he de añadir algunas notas. Mi hermano Patxi, murió jóven, a los 28 años de una extraña enfermedad de tipo cancerígeno. Posiblemente nada tenga que ver, pero siempre he creído que aquel día algo se rompió en el interior de mi hermano por todo el horror que pasó y que al de muchos años después surgió en forma de aquella enfermedad. De nuestra perrita “Perla”, nada más supimos y siempre he confiado en que se salvaría y encontraría un nuevo dueño. Cuando volvimos de Francia, nos regalaron una nieta suya, del mismo color que ella y que al crecer se convirtió en su vivo retrato. Le pusimos el mismo nombre y siempre la consideramos como si fuera la que habíamos perdido. 

 

            En algunas partes, hablo de milicianos y otra de “gudaris”. Estos últimos eran los soldados de los partidos vascos. Los primeros pertenecían a partidos de ambito nacional español: socialistas, comunistas, anarquistas, etc. y vestían como uniforme un “mono” o buzo de trabajo, como los que llevan los obreros de las fábricas. 

 

            Algo que ha dado mucho que hablar, ha sido el número de muertos que hubo. Cuando llegamos a Francia, leí en un periódico que habían sido 3.000 y aunque me parecieron muchos, después de haber visto lo ocurrido creí que podía ser verdad. No hace mucho tiempo, también un periódico de Bilbao, publicaba una foto de una calle del Gernika anterior a la guerra y hablando de los muertos, daba la misma cifra. Posiblemente, en el momento del bombardeo, la población de Gernika sería de 7 ó 9.000 habitantes, teniendo en cuenta el número de refugiados, los soldados acuartelados, etc., lo que supondría que dando por cierta la cifra arriba citada, en Gernika murió una de cada tres personas. En mi casa, teniendo en cuenta nuestra familia, los tíos y primos que habían llegado como refugiados, éramos 12 personas y ninguna murió. Y mirando a las familias de mis amigos y conocidos, tampoco da ese porcentaje. Creo que se ha querido magnificar la catástrofe cargando las tintas en los muertos, como si estos fueran los que dieran la medida del desastre. La revista del pueblo “Aldaba” ha hecho un estudio sobre este asunto y recientemente publicó en uno de sus números la cantidad de muertos de los que se tenía constancia: eran 120. Un estudio posterior, ampliado a los caseríos y pueblos cercanos de donde pudo haber gente que ese día se trasladó a Gernika, elevó la cifra hasta unos 220 muertos. Es posible que fueran algunos más por fallecimiento de heridos trasladados a hospitales de Bilbao u otros lugares. 

 

            Hay una circunstancia que salvó muchas vidas. Los primeros aviones intentaron bombardear el puente sobre la ría, lo que hubiera dificultado la retirada de las tropas. No alcanzaron su objetivo aunque sí causaron alguna víctima, en una persona que se había refugiado debajo de él. Como al puente está algo alejado del centro del pueblo, y especialmente del lugar donde se celebraba el mercado, dio tiempo a que la gente se metiera en los refugios o huyera al campo, aunque esta última opción no salvó a todos ya que muchos murieron ametrallados por los aviones de caza. 

 

            Otro de los aspectos que pudieran parecer extraños, es el hecho de que ninguno de los posibles objetivos militares que había en Gernika,  fueran bombardeados. Había una fábrica de armas que fabricaba pistolas y pistolas-ametralladoras. La de maquinaria se había convertido en una fábrica de bombas. Y el resto de la industria también cooperaba en la fabricación de armamento, que en aquellos momentos, era prioritario. Y ninguna fue tocada. Todas estaban en la periferia de la población. La razón era que esperaban tomar Gernika muy pronto y  podrían aprovecharse de su industria. En efecto, tres días después entraban en el pueblo. 

 

            Hoy, Gernika es un pueblo moderno y bonito, con una población de unos quince mil habitantes y en la que no quedan recuerdos visibles de su destrucción. En donde estuvo la campa de “plazatoros” hay ahora un amplio recinto dedicado a mercado, donde éste se celebra todos los lunes del año. Los jóvenes, aunque todos han oído hablar en sus casas del bombardeo, lo consideran como un hecho histórico más, ajeno a ellos. 

 

            El Ayuntamiento, olvidando hechos pasados, se ha hermanado con otro pueblo alemán,  Pforzheim, también destruido, esta vez por los ingleses, en la segunda guerra mundial. El gobierno alemán prometió, como acto de desagravio, construir en Gernika una escuela de altos estudios técnicos, pero al final se limitó a hacer una especie de donativo, de 3 millones de marcos, para ayudar a la construcción de un polideportivo. Hoy Gernika es llamada la Ciudad de la Paz y hay una oficina permanente dedicada a difundir técnicas de reconciliación, llamada “Gernika Gogoratuz” (“Recordado Gernika”) 

 

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