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La isla de Izaro
 
 
 
 
 
 
 
 

 

          La isla de Izaro, situada en la desembocadura de la ría de Urdaibai, frente a la punta de Anzoras, entre Bermeo y el cabo de Ogoño, tiene su historia, unida a la historia de los hombres, desde tiempos muy antiguos. Ya hace muchos años, sin que se sepa exactamente cuantos, existía sobre la isla un eremitorio dedicado a Santa María, por lo menos eso se supone porque por entonces la mayoría de las iglesias fundadas   en puertos y peñascos de Bizkaia estaban consagradas a la Madre de Dios,  pero no es hasta el siglo XV cuando comenzamos a tener datos concretos sobre la historia propiamente dicha. Después del Cisma de la Iglesia Católica, con la división de la Orden Franciscana en Claustrales y Observantes, y tras la bula de Martín V en 1420, el Obispo de Calahorra, Diego Lopez de Zúñiga, concede una petición de fundación y Ayuda al Padre Fray Martín de Arteaga. El 27 de Febrero de 1422 el concejo de Bermeo hizo donación de los terrenos de Izaro a Fray Martin de Arteaga para fundar un convento franciscano, reservándose la villa la jurisdicción civil y judicial. El fundador del convento se instaló definitivamente en Izaro el 2 de mayo de 1422, acompañado de otros tres jóvenes de su regla: Juan Undabarrena, Lino de Albiz y Martín de Erkoreka. Se instalaron en una antigua construcción, y dedicaron el convento a la observancia de San Francisco, aunque tenía la advocación de Santa María.

         Fray Martín se dirigió entonces a la Santa Sede  para solicitar del Papa la aprobación de la concesión y solicitar así mismo todas las gracias y privilegios que gozaban los otros conventos franciscanos. El Papa Martín V lo aceptó en 1427.

         Los frailes se alimentaban principalmente de lo que obtenían en la isla, y lo que les ofrecían los pescadores: galletas, hierbas o peces y huevos de gaviota. Sus relaciones con los marinos eran buenas puesto que les ayudaban encendiendo fogatas e izando señales. En los momentos en que peor lo pasaban se dice que los frailes colocaban una señal blanca en la espadaña del convento para llamar la atención de los bermeanos que acudían a socorrerles, así nos lo cuenta el Cronicón de Gonzaga:

         “a tres leguas de la villa de Bermeo está situada la isla bastante pequeña que apenas alcanza trescientos pasos alrededor, azotada perpetuamente por las constantes mareas del mar, isla llamada Izaro en lengua cantábrica. A esta isla cuyo acceso dificultan las tempestades y las espumosas olas, sólo puede llegarse con mar tranquilo y siempre en barca. En su sumidad se erigió un convento dedicado a la gloriosísima Virgen María, donde habitan ordinariamente sólo seis religiosos” que”día y noche rogaban por los nautas que se exponían a los peligros de los mares, y además, con la luz que colocaban en los acantilados, avisaban a los marineros de los peligros a que podían sucumbir al acercarse a aquellas difíciles costas”.

         “No viven delicadamente ni gozan de delicias, ya que admiten el pan náutico como comida cotidiana, y tienen sus cuerpos extenuados por las vigilias y que, sobre todo en invierno no pueden recibir los alimentos convenientes. Por lo que llaman la atención de los pueblos vecinos, colocando un lienzo sobre un palo en lo más alto de la isla, a fin de que sean ayudados por que de otro modo fallecerían de hambre; cuando ven este lienzo, no faltan robustos jóvenes que, con peligro de su propia vida, se lanzan a la mar en sus barquichuelas y se enfrentan con las mayores tempestades y llegan hasta el convento para alimentar a los hambrientos frailes cuyo alimento es la pesca de anzuelo y lo que la generosidad de sus vecinos les concede”.

Visitantes ilustres

         En 1457 el rey Enrique IV visitó el convento.

         El 31 de julio de 1476 lo visitó Fernando el Católico.

         El 17 de septiembre de 1483 Isabel La Católica visitó el convento.

Todos ellos otorgaron al convento diversas gracias y favores, como la escalinata, de piedra caliza, en piedra de sillería, de 256 peldaños que la reina Isabel mandó construir desde el mar hasta la entrada de la iglesia. Otros monarcas fueron manteniendo sus favores; personajes como el rey Felipe II o su esposa la reina Isabel de Valois, quien encomendaba anualmente a la comunidad hasta doscientas misas o proveía a los franciscanos con presupuestos para vestido, trigo y otros menesteres de aquel convento, o las limosnas que otorgó Felipe III. Incluso don Juan de Austria les envió 2.000 ducados de oro para celebrar la victoria de Lepanto.

         El historiador del siglo XVIII Íñiguez de Ibargüen narra cómo San Antonio de Padua visitó un monasterio en la isla de Izaro, curando enfermos y predicando, cuando vino a visitar el solar de su abuela materna –natural de la anteiglesia de Pedernales-.

         Otro presunto visitante fue Francis Drake, pero con intenciones opuestas. Decimos presunto porque las fechas no concuerdan, dado que el ataque se produjo el 1 de septiembre de 1596 y sir Francis Drake había muerto el 28 de enero en Panamá. El relato narra la llegada de 14 navíos tripuladas por hugonotes rocheleses que apareció frente a Bermeo , pero fueron avistados dirigiéndose a Bermeo y Mundaka y Gonzalo Ibañez de Ugarte reunió a cuatrocientos hombres y se dirigió hacia la villa y la anteiglesia atacadas, haciendo huir a los invasores. Al no poder asaltar la villa por la resistencia que hallaron, la tripulación de uno de los navíos atacó la isla, desembarcando en ella y dejando a su paso un rastro de saqueo e incendio, inflamando pólvora, quemando la cocina, ordenación, el archivo conventual, refectorio, la bodega y los dormitorios del convento, sin que llegara a arder la iglesia ni el claustro, sableando la imagen de Santa Catalina por medio, descabezando la Santísima Trinidad y mutilando del mismo modo otras imágenes sagradas. Se cuenta que el padre prior Juan de Zabala, acompañado de otros dos monjes, Fray Antonio de Lezama y Fray Sebastian Olabe, se ocultaron en una cueva llevando consigo el Santísimo Sacramento y tres cálices. Fray Juan no fue descubierto pero los otros dos sí, siendo obligados por los piratas a desnudarse y a bailar al tiempo que les insultaban profiriéndoles además otro tipo de vejaciones según las crónicas de la época. La leyenda dice que uno de los barcos, precisamente el que saqueara la isla, se hundió frente a la ermita de Lamiaran, pereciendo toda su tripulación excepto un grumete que fue el que contó la noticia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Fin del convento

Tras el asalto se volvió a reconstruir el convento, pero ya no alcanzó la prosperidad de otras épocas. Con el paso del tiempo y vista la pobreza en la que subsistían los franciscanos, la señora Ángela Estalejo donó a los frailes una casa en Forua, y así el 17 de agosto de 1719 la comunidad se trasladó a ella.

         El historiador Zabala cuenta que “Quedó demolido el convento de Izaro y en su sitio alzóse una ermita dedicada a Santa María Magdalena, de la que ya únicamente restan derrumbadas paredes. Las estatuas se llevaron a la iglesia de Elanchove, fundada en 1754, estando en la sacristía de la de Elanchove diez pinturas, y la estatua de San Antonio de Padua, en el presbiterio otras dos, una de San Antonio y otra de San Diego y otra más, la de San Francisco de Asís, arrumbada en la escalera de la torre, y en el museo Escenográfico de Bilbao la Cruz de Plata que usaba la comunidad para sus procesiones, de bastante mérito artístico”.

         Todavía después de ser desalojada la isla por los franciscanos, oímos hablar de Izaro en 1813, como almacén de munición y abastos durante las Guerras Napoleónicas, así como pontón de prisioneros, cuando incluso se fortificó.

         Actualmente se pueden ver algunas ruinas de la ermita al igual que algunos peldaños de la escalinata que mandó construir Isabel La Católica.

 

 

La leyenda de la isla de Izaro

 Antiguamente existió en la isla de Izaro, frente a Bermeo (Vizcaya), un pequeño convento de franciscanos. La pequeña comunidad estaba formada por una veintena de frailes, que tenían fama de austeros, piadosos y cumplidores de las estrictas normas de su congregación. Salvo una excepción, precisamente la que dio pie a un relato popular. 

Refiere la leyenda que uno de los monjes más jóvenes de aquel convento se enamoró de una muchacha de Bermeo, residente en un caserío algo apartado de la población, enclavado junto a la costa. Y que cada noche el fraile cruzaba a nado el trozo de mar que separaba la isla de la costa, para reunirse secretamente con su amada.

La cosa era bien sencilla. La mujer colocaba una luz en una de las ventanas del caserío, dando así aviso a su enamorado de que todos dormían y tenía el camino libre. Pero sucedió que una noche, un familiar descubrió las intrigas de la pareja. Nada manifestó, pero decidió tomar cartas en el asunto. Esa misma noche, actuando con gran sigilo, cambió de lugar la luz de la ventana. La sacó de la casa y la hizo brillar en un punto más apartado de la costa, donde existen unas rocas y las olas se estrellan impetuosamente. 

El fraile, que nada sospechó, se lanzó tranquilamente al agua, como de costumbre. Pero cuando quiso darse cuenta de que algo fuera de lo habitual estaba sucediendo, era ya demasiado tarde. Su cuerpo fue a estrellarse contra los rompientes, procurándole la muerte. El cuerpo del fraile fue hallado destrozado y devorado por las aves marinas. Decía la gente del lugar, ignorando lo de sus amores con la bermeana, que aquello había sido un castigo de Dios, enviado porque, tal vez, el difunto maltrataba en vida a las gaviotas.

 

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